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Comprender la depresión Demasiado a menudo se trata de razonar con alguien que presenta un perfecto cuadro de depresión. Es algo que, en esos momentos al menos, no sirve para gran cosa. A menudo surgen sermones, rapapolvos, demostraciones lógicas de lo ilógico que resulta ver a una persona fuerte sumida en la debilidad, o a quien lo tiene todo a su alcance, sintiéndose poco menos que nada. Un cúmulo de sentimientos, todos negativos, invaden la mente de deprimido. No se siente capaz de hacer nada, moralmente vencido, derrotado, sin motivo alguno para seguir adelante. Está más cómodo sumido en su incomunicación que hace las veces de escudo protector. La desesperación aumenta al comprobar que pasan los días sin que se note la mínima mejoría en su estado. Está obsesionado con su propio mal. No cree en posibilidad alguna de salir de él y, por tanto, no hace nada para ayudarse. Y si no quiere ni ayudarse él mismo, menos hará por los demás. Es muy difícil ayudar a una persona que no se quiere dejar ayudar, que ya no se considera capaz de emprender la más sencilla de las tareas. Lo mejor es acudir a un profesional para, de momento, detener la hemorragia. Pero sí que hay cosas que no funcionan, como la excesiva protección (se sentirán más inútiles), la agresividad (sólo tienes cuento), el machaque continuo a base de los mismos argumentos, por muy evidentes que sean. Diríamos que una persona deprimida es como una tortuga a la que sólo le apetece meter su cabeza y sus patas dentro del caparazón porque no se siente capaz de hacer otra cosa más. Desde fuera, desde quien no ha conocido nunca a nadie en ese estado, parece que es algo que se arreglaría con un buen par de tortazos. Pero no es así. Para ayudar a un deprimido, lo primero que hay que hacer es comprender que su estado moral está destrozado y que, realmente, se cree (y por lo tanto es) incapaz de hacer nada. A partir de ahí, todo lo que sea aumentar su confianza de la forma más sutil posible, puede ayudar a sacarle de ese estado. |